¿Por qué se planifican las ciudades?
Responder a esta pregunta no es fácil. En cierto modo se les pone orden, pero también se les da forma para responder a determinados requerimientos sociales, económicos, ambientales, etc. Asimismo, ¿quién decide cuáles son los requerimientos que se deben atender? y ¿qué tipo de requerimientos son? De este tema versan variados debates en las ciencias políticas, económicas, sociales, culturales… desde múltiples perspectivas. Pero destaca la debilidad de un debate principal que hasta la fecha está poco o nada explorado, que dé respuesta a la siguiente cuestión:
¿Quién pone orden al sistema de ciudades, y cuáles son los requerimientos globales que racionalizan su función social, económica y/o ambiental?
La respuesta es sencilla: (realmente) nadie ordena las ciudades en su conjunto, ya que éstas se ordenan localmente; y los supuestos requerimientos globales apenas proponen (no imponen) reglas de implementación para fines colectivos como el desarrollo económico y social global responsable con el medio ambiente, sin una base sólida y coherente. Sin un orden global efectivo las ciudades se abandonan al libre albedrío del ejercicio de los derechos individuales y/o parcialmente colectivizados (que no son globales), mediante el cual se implementa un orden político-económico urbano desigual, acumulativo e inestable cuyos resultados contradicen las finalidades colectivas y ambientales que los legitiman.
Nos encontramos, pues, ante la siguiente disyuntiva:
¿Las ciudades se ordenan o se desordenan entre sí?
La respuesta nos habla de la planificación, pero de la planificación como una suerte acumulada de planificaciones locales que compiten entre sí, como instrumentos al servicio de un orden económico global donde los derechos colectivos no han adquirido el estatus global necesario para el correcto reparto de la riqueza y el uso y disfrute racional de los recursos técnicos, humanos y naturales. En este escenario, las ciudades desordenan todo aquello que por otro lado apenas reordenan parcialmente, en sí mismas y entre sí.
¿Cuál es, entonces, el espacio que se debe explorar?
Sin duda alguna, la respuesta es la Historia Humana Universal, siguiendo el hilo de la constante reproducción de la cosmovisión del poder simbólico y material que, desde determinado momento histórico, impone un orden económico expansivo capaz de alterar el orden biológico y cultural de los seres vivos y los pueblos del mundo (derivado de un estadio de competencia estructural) como mecanismo para su propia supervivencia.
Mientras este “motor” impulse y autorice globalmente el mercado de capitales (de poderes desigualmente acumulados) las ciudades seguirán siendo aquello que no han dejado de ser desde entonces: un escenario o tablero de juego para dar forma espacial al estadio de competencia por su apropiación, que facilite el movimiento y la constante reproducción expansiva del capital inestable y desigual, sin atender a todo aquello que desestabiliza o margina. Ésta es la razón principal que orienta la planificación de las ciudades, desde la aparición de las rutas de explotación de recursos para fines privativos (desde un origen impreciso hasta el inicio del siglo XXI). El resto son propósitos que incorporan todos aquellos intereses individuales y/o parcialmente colectivizados que se contradicen entre sí, dando como resultado la representación global de todas las contradicciones acumuladas en ellas, entre ellas y entre ellas y su impacto medioambiental global.
Cada contradicción, cada desigualdad, cada déficit urbano y cada consecuencia negativa para el medioambiente ocasionada por las ciudades es un reflejo de su carácter eminentemente especulativo, racionalizado bajo la óptica politizada del proceso de planificación.
Habrá quien diga: “la humanidad progresa a través de las ciudades”… Es cierto. Pero existen otros modos de progresar que responden a finalidades más elevadas, que creen mejores ciudades y hagan del ejercicio de planificar un espacio para socializar, que sean responsables con el derecho fundamental a vivir dignamente, como seres vivos entre otros seres vivos, como especie en un sistema de especies, sin recorrer a la especulación, sin corromper el valor del esfuerzo colectivo para vivir, colectivizando el derecho universal como un fin en sí mismo.
Andreu Marfull Pujadas
2018.08.18