Las colonias industriales catalanas fueron una representación singular de las relaciones sociales enfocadas a la producción de bienes, bajo la intermediación de la iglesia.
La transformación social derivada de la industrialización promovió la aparición de la denominada clase obrera, caracterizada por el cambio de relaciones entre los agentes de la producción. En este proceso, su carácter colectivo tiende a una organización que asume la defensa de los intereses de los trabajadores. En los años 1854 y 1855 se produjeron las primeras huelgas generales reconocidas en Cataluña, en defensa de unas condiciones laborales más dignas.
Por otro lado, la burguesía catalana emergió como una nueva clase social predominante en los sectores de producción, como ocurrió en toda Europa. Aparecieron importantes empresas familiares que fueron las protagonistas del pulso con la oligarquía terrateniente estatal, centrada en la agricultura y la minería, defensora del librecambio. La burguesía, basada en la industria, promovió medidas proteccionistas que gravaban la entrada de mercaderías extranjeras para proteger su producción de la competencia exterior. Grandes empresas familiares se definieron en sociedades anónimas que integraron a los miembros de la familia y eran presididas por el heredero de cada generación. La estrategia era siempre la misma, la acumulación de capital a partir de inversiones en sociedades y en la misma fábrica. La actividad principal de la burguesía catalana era el fomento de una actividad empresarial que combinaba el oficio con la política y la cultura, rasgo este último característico y diferenciado de la burguesía catalana respecto a la del resto del país. Asimismo, los patrones también asumieron la defensa de sus intereses de forma organizada, cuando las circunstancias especiales que se crearon durante la I Guerra Mundial y la postguerra provocaron enfrentamientos e inestabilidad social. Lo que inicialmente fue una respuesta violenta para mantener el orden público, llegando incluso a la formación de una policía paralela para fortalecer un sistema ineficaz, asumió, con el tiempo, su papel social y el contrapeso de la agitación desencadenada por el descontento del proletariado. Aparecieron, de este modo, las patronales empresariales.
Respecto a la iglesia, indicar que la revolución liberal española tocó a fondo sus privilegios fiscales, económicos, judiciales y culturales, cosa que significó el hundimiento de sus principales fuentes de renta y el desmantelamiento de buena parte de sus estructuras institucionales. Ahora bien, pese a ello la Iglesia seguía disponiendo de la autoridad moral que profesa la función pública de los sacramentos y su significación en una sociedad de orientación cristiana, así como de la colectivización de la sociedad alrededor de las festividades religiosas, que forman parte de la esencia de la tradición y la cultura del país. La Iglesia canalizó su decadencia institucional y económica hacia el fomento de la educación, con alianzas con la burguesía conservadora que permitieron la apertura de escuelas religiosas privadas y, posteriormente, el control de la enseñanza pública. Según palabras de Jaume Vicens i Vives “la sociedad se recatolizaba”, y el modelo teórico de estado definido por los liberales seguía siendo el Estado confesional.
En este contexto, y a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, aparecieron las colonias industriales. Obreros, burguesía e iglesia encontraron allí un modelo social.
Lo que inicialmente fue una implantación fabril con o sin viviendas se fue desarrollando de forma anónima, sin imagen final preconcebida, dando lugar a distintas colonias industriales de reducido tamaño. En pocos años el propietario construyó las fábricas fuera de los núcleos urbanos para aprovechar la energía hidráulica de los saltos de agua más potentes, y fue entonces cuando se empezó a madurar la necesidad de construir fábricas con referencias locales para dar cabida a la producción y residencia masiva de sus trabajadores, con la implantación de grandes contenedores flexibles al servicio de la funcionalidad, la economía y el higiene. Con el tiempo, los conflictos derivados de las duras condiciones de trabajo y la baja remuneración de su sueldo, junto con la fuerza del asociacionismo obrero, fueron transformando las colonias industriales hasta dotarlas de viviendas dignas y servicios básicos para los obreros, incentivando así un diálogo pacífico entre el patrón y los obreros. Las referencias inglesas tuvieron sin duda su expresión propia en el territorio catalán. El resultado de todo ello fue la constitución de un auténtico modelo de población caracterizado por tener una vida social más o menos cerrada en sí misma, donde la educación, la sanidad y la comunidad estaba representada, en gran medida, por el estamento eclesiástico.
La voluntad de alejar cualquier tipo de conflictividad, después de unos años muy convulsos hacia finales del siglo XIX, instó a los propietarios a desarrollar un aparato social destinado a mantener la paz y la armonía en la colonia con distintas instituciones como cooperativas, hermandades, mutuas, dispensarios médicos, ateneos, corales, “colles” sardanistas, coros, equipos diversos de deportes, cines… siempre bajo la dirección de personas de confianza como el sacerdote, el maestro, el director o el encargado. De esta forma el lazo tan estrecho entre el trabajo y la vida en la colonia se trasladaba a todos los otros aspectos de las relaciones sociales entre los miembros que formaban parte de la comunidad.
Con una vida familiar amenizada con ocio y recreo, deportes, vida cultural, religión y enseñanza, se conseguía crear una respuesta equilibrada y creativa al proceso de industrialización en Cataluña. Pero todo formaba parte de una estrategia empresarial: el control del sistema de producción hasta el control de la fuerza del trabajo. El propietario contrataba familias enteras a las que ofrecía una vivienda, de mayor o menor calidad según la categoría laboral del cabeza de familia. La mayoría de las mujeres y niños también trabajaban en la fábrica, eran mano de obra más barata por considerarse de capacitación menor. Con unos salarios bajos pero con un trabajo, una vivienda y los servicios básicos garantizados, parte de la población del entorno rural se trasladó a las colonias industriales. El patrón burgués obtenía así una mano de obra comprometida y eficiente a un coste básico, el obrero un modo de vivir y la Iglesia una labor: cohesionar y educar a la comunidad en el conocimiento y el adoctrinamiento de la fe cristiana y católica. En este contexto, el papel de la mujer en las colonias se encomendó a una doble tarea, a su dedicación a la fábrica y a la familia, de acuerdo con “la misión que Dios le encomendó”, según la moral reinante, que junto a la “madre” iglesia debía mantener la convivencia en la comunidad. Este modelo era el propio del conjunto de la sociedad europea y daba el espíritu necesario a la colectividad, junto con el paternalismo social dirigido por el patronazgo empresarial y político y la jerarquización eclesiástica. De este modo, las colonias industriales integraban el conjunto de valores sociales y morales de su época y su tradición cultural.
Sus rasgos identitarios difieren de la época, el lugar y el perfil del empresario que las promovió y, valoraciones éticas aparte, en todas ellas se aprecia el esfuerzo del ser humano en resolver sus retos y sus carencias, en este caso con una significación fundamental en un período de profunda transformación cultural de nuestra sociedad.
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Andreu Marfull i Pujadas
2010-12-17